domingo, 18 de septiembre de 2011

Saber lo que uno quiere. Arma de doble filo.

¿Qué estaría más bueno? ¿Saber que es lo uno quiere o saber lo que uno no quiere?
Por bastante tiempo pensé que yo sabía que era lo que si quería, también sabiendo un poco que era lo que no quería, pero de todas formas, mucho más centrado en lo que sí que quería y fuera del camino de lo que no quería.
El tema es que al final estoy bastante más ubicado en un lugar que antes no quería, que en uno en que sí quería. Pero eso no es necesariamente malo.
Lo malo de saber lo que uno quiere y conseguirlo, creo que sería que no habría sorpresas, no habría momentos inesperados que produzcan cambios importantes. Todo sería demasiado planeado. No se si alguien puede saber tan claramente lo que quiere como para hacerse un plan, que podría no ser el adecuado.
Saber lo que uno quiere es casi como vivir de acuerdo a un plan que lo tiene a uno mismo, y no como si uno tuviera el plan.
Tener muy claro lo que uno quiere, o mejor dicho, pensar que se tiene muy claro lo que uno quiere, podría llevar a conseguirlo, lo que podría ser una gran catástrofe.
Lo bueno de saber lo que uno no quiere, es que puede evitar esos caminos e ir eligiendo otros que ofrezcan diferentes alternativas y que un día una de esas complete alguna parte de las varias cosas que se buscan.
De esta manera, la vida tendría muchas más sopresas, y lo que es mejor, siempre se estaría a tiempo para tomar cualquiera de esas cosas con una etiqueta de “esto no lo quiero” y tacharle la parte del no. Guiarse por lo que uno no quiere abre un abanico tremendo de oportunidades y cosas nuevas en las que a lo mejor ni se había pensado.
En cambio, tener un plan, que al final lo tiene a uno, puede ser el camino perfecto para levantarse un día y darse cuenta de que la cagó.
Y eso es algo que no quiero.

jueves, 1 de septiembre de 2011

DeLorean

Desde su niñez ya sabía lo que era una parajoda, las líneas de tiempo, las líneas de tiempo alternativas, los “loop” temporales, los agujeros de gusano, las singularidades, los agujeros negros y hasta cierto punto comprendía los ínfimos misterios de la mecánica cuántica.
Había leído ciento de cuentos e historietas de ciencia ficción (y no tanto) que sumadas a su formidable capacidad de análisis lógico lo habían convertido en uno de los científicos más exitosos de su época.

El problema con él, era su noble corazón, no le permitía aprovechar las ventajas que muchas veces se le presentaron. Si algo había aprendido del hombre común que fue su padre, era que un hombre digno, es un hombre de bien.
Digo problema, porque sus superiores y compañeros, tampoco se podían ver beneficiados de estas situaciones ventajosas, y de ética dudable, que Sebastian dejaba pasar (su nombre se escribía sin la tilde ya que había sido mal registrado en su acta de nacimiento, pero a él le gusta así).
A pesar de todo esto, Sebastian era un activo del que el proyecto no podía prescindir.

Estaba construyendo una máquina del tiempo. Era posible. Él ya lo sabía, lo complicado era construirla con los elementos que la ciencia le podía proveer.

Nunca tuvo tiempo para el romance, sólo algunos cortos encuentros con una vecina en una época, otros más cortos y complicados con una compañera del proyecto, y quizá alguno más. Pero su vida era la ciencia. Él era un hombre de ciencia y no había lugar para distracciones. Sólo era abrazado, de vez en cuando, por la nostalgia de no haber tenido un hijo, pero sabía que tampoco tendría tiempo para él. No podía afrontar distracciones.

Su verdadera preocupación era el uso indebido que se le podría dar a una máquina con tanto poder sobre la vida, la humanidad y el universo mismo.

Una máquina así, en las manos equivocadas, podría convertir a la humanidad a la esclavitud. Lo difícil era saber cuales no serían las manos equivocadas. Una vez que esté listo, ya no sería su proyecto, sería propiedad del gobierno y le sería arrebatado.

Sebastián era consciente de lo peligroso que era el alcance del proyecto que dirigía, pero la pasión lo cegaba con su femenino encanto y seducción.

El funcionamiento era muy simple. La máquina constaba de una cámara de transferencia que permitía tanto la entrada como la salida de los viajes temporales.
El riesgo de cada viaje era altísimo.

¿Qué sucedería si uno viaja 10 años en el futuro y al momento de su arribo una falla eléctrica desactivara la cámara? Quedaría atrapado fuera del tiempo y del espacio desaparaciendo instantáneamente, en el mejor de los casos...

Pero el momento llegó. Su sacrificio y la entrega de su vida y energías al proyecto habían logrado su cometido.
El DeLorean, como se animó a llamar a su invención, en tributo al vehículo utilizado para viajar en el tiempo en la afamada película de Volver al Futuro, estaba listo.
No tenía ruedas, ni siquiera se movía, pero permitía viajar por el tiempo, cualquier nombre que tuviese sería aceptable.

13 de Junio era el día en que el DeLorean sería puesto en producción. Por cuestiones personales, era una fecha importante para él.
Una vez que se ponga en funcionamiento será imposible desactivarla. Todos los sistemas se crearon por triplicado, y la seguridad era total.
Nunca, pero nunca, podría volver a ser desactivada. Era imposible calcular cuando se podría recibir a un viajero del futuro. Siempre se debía estar listo para el arribo. Todos los viajes al pasado serían una sorpresa en su llegada, a diferencia de lo que sería un viaje al futuro.
El hecho de enviar alguien al pasado altera el curso de la línea de tiempo, de esa forma, sólo enviándolo se sabría si pudo llegar sin problemas en su viaje al pasado. Por consiguiente, hasta que no se haga un envío al pasado, la historia no tendrá registros de ese envío.

El día esperado llegó.
Todos los sistemas estaba listos.
Una vez que se presionase el botón rojo, no habría vuelta atrás, irónicamente.

Sebastian tuvo el honor.

Instantáneamente comenzó a sonar la alarma, todos los sistemas se activaron, la llegada de un viajero del tiempo estaba sucediendo.
La sonrisa en el rostro de Sebastian expresaba la felicidad que lo colmaba.

En su cabeza todo tenía sentido ¡que mejor fecha para un viaje al pasado que el mismo momento en que la máquina fue puesta en funcionamiento!

La cámara despedía haces de luz tremendamente intensos, todos apresuraron a ponerse las gafas protectoras para poder presenciar el suceso.

La alarma terminó su trabajo y el silencio volvió a colarse en el salón.
Los sonidos de los golpes de aire de la descompresión de la cámara volvieron a llenar el aire de vibraciones.
La puerta se abrió.

Era Sebastian.
Su estado físico era deplorable, en un cálculo rápido se podía decir que estaba unos 30 años más viejo, pero no solo viejo. Desgastado. Mal tratado.
Sostenia en su temblorosa mano derecha un artefacto de forma esférica, con una luz roja que se encendía y se apagaba al son de un característico pitido que sonaba a breves intervalos.

Sebastian se quitó las gafas y corrió hacia cámara, tomó al recién llegado del hombro y le preguntó.

- ¿Qué pasó? ¿Qué está pasando?

El golpeado viajero del tiempo dejó escapar y rodar libremente una lágrima sobre su mejilla. Sebastian entendió instantáneamente y también cedió a sus ojos un reconfortante baño de lágrimas.

- El mundo, el hombre, no está listo para esto, de hecho, nunca lo estará. Créeme. Yo lo sé. Tu lo sabes. Ésta es la única salida, ya lo he intentando muchas veces.

El artefacto cumplió su labor y generó una explosión que devastó toda la zona dejando un cráter como recordatorio del peligro de jugar con el tiempo.