viernes, 11 de febrero de 2011

Africa

La carga era pesada. Muy pesada. Pero yo, por que no decirlo, era fuerte. Tampoco era la primera vez que llevaba algo tan pesado.
El camino era conocido y muy bajas las probabilidades de perderse, pero la irregularidad lo dominaba en todo su recorrido.
El sol azotaba mi espalda con latigazos ardientes, pero la de mis compañeros también. Nadie se quejaba. Era nuestro trabajo.

Mi tarea no era solo el transporte, también tenía que trabajar en la planta para armar mi carga.
La mayoría de nosotros hacíamos casi el cien por ciento del trabajo, desde la organización y recolección, pasando por el transporte de la carga, hasta el depósito.

En un golpe repentino, tanto de viento como de cambio de temperatura, el cielo se obscureció. Por suerte, no solo contaba con mis ojos, sino que también tenía mi equipo de detección y comunicación, que nunca me había fallado.

La humedad en el aire comenzó a aumentar sostenidamente. La tierra se acomodaba esperando el agua, ya la podía disfrutar. Estoy seguro de que se la veía sonreir. La amarillenta vegetación hacía lo mismo. De hecho, sabía los problemas que la lluvia nos iba a traer y ya se estaban regocijando en su crapulencia.

No se hizo rogar. Desató su gloriosa estampida de gotas que golpeaban el suelo como bombas que explotaban salpicando todo el espacio circundante.
Nosotros seguimos a paso firme.

El suelo comenzó a saturarse, ya se podían ver pequeñas riadas que corrían por las partes bajas del suelo.
La carga que transportaba me protegía, pero el líquido igual alcanzaba gran parte de mi cuerpo.

Pronto supe que esta no iba a ser una lluvia pasajera, el tamaño de las gotas, el viento y la intensidad con la que nos abatía eran el presagio de que pronto deberíamos buscar refugio, era probable que muchos de nosotros no lleguen a destino.

A pesar de lo blando que estaba el suelo pude subir la barranca que bordea la gran roca. A penas terminé de circundarla vi a varios de mis compañeros venir hacia mi empujados por una corriente de agua despiadada. La carga y sus cuerpos eran revolcados y golpeados.

Con una enorme resignación arrojé mi carga que tan cuidadosamente había recojido y transportado e hice lo único que se podía hacer en ese momento. Trepar la gran roca. Sus cientos de grietas y salientes permitían subirla sin mayor dificultad. Incluso bajo la lluvia.
Desde arriba podía comtemplar el espectular poder del agua que tanta vida daba, pero que ahora la quitaba. Los inertes cuerpos de mis compañeros se amontonaban contra una rama que todavía resistía los embates meteorológicos.

Debía seguir avanzando. Quedarme quieto mucho tiempo arriesgaba mi seguridad, es de lo primero que nos enseñan. Siempre estar en movimiento y atentos. La vida salvaje acecha en cada esquina.
Descendí por el otro lado y continué mi camino. Ya estaba fuera de la senda, pero estaba seguro de que pronto la iba a poder encontrar.
Pero antes de encontrarla, fui encontrado.

La bestia estaba a varios pasos de distancia. Su cuerpo cubierto de pelo la hacía parecer menos peligrosa de lo que era.
Los dos nos quedamos estáticos. Yo debía moverme, pero estaba paralizado. Tenía que actuar o morir.
No quería quitarle los ojos de encima, en cuanto lo haga se abalanzaría sobre mí desplegando todas las armas que la naturaleza le regaló en su injusta repartija caprichosa.
Caminar hacia atrás en las condiciones en las que me encontraba no era fácil, pero de todas formas era la mejor opción si no quería perderla de vista.

Se agazapó. Sentí como mi cuerpo se estremecía, el terror me encontró. Si pudiera, lloraría.
La arremetida era inminente. No quería morir. No quería que se alimente de mí, se fortalezca y pueda seguir atacando a los otros.

Todavia tengo la imagen de su cuerpo suspendido en el aire, sus patas desplegadas, sus quelíceros chorreantes listos para perforarme.

Pero el destino pasó a saludarme y fue condescendiente conmigo.

Una avispa negra, con sus descomunales alas y su potente aguijón, la sorprendió en pleno vuelo. La araña nunca supo lo que la golpeó. El veneno de la avispa pronto la paralizó y la dejó lista para ser el desayuno de sus larvas, que en breve saldrían como retoños en primavera a alimentarse del todavía vivo cuerpo de la araña.

Todo sucedió delante mío. Fui espectador del cazador cazado. De la pirámide alimenticia.

Todavía había mucho trabajo por hacer.
Me cargué en la espalda lo que debería haber sido la carga de alguno de mis compañeros y con el cielo cediendo y la lluvia menguando, seguí mi camino a casa.

África es dura y una hormiga tiene que hacer lo que una hormiga tiene que hacer.

2 comentarios:

  1. Me gusta el cuento Diego. A seguir leyendo yo y tú a seguir escribiendo. Monty

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