lunes, 17 de octubre de 2011

Ella

Nada detenía su movimiento. Ninguna fuerza se oponía a su trayectoria. El universo era suyo. Era su casa, por la que andaba desnuda y sin vergüenza.
Implacable. Indiferente. Insensible. Impasible.
Nada parecía importarle. Ni siquiera los eones que llevaba perdida.

Por fuera se la veía brillante. Orgullosa. Majestuosa.
Por dentro estaba vacía. Apagada. Sucia. Llena de olor a muerte.

Pero el universo, por más grande que sea, tarde o temprano enfrenta a los cuerpos que lo circulan en espectaculares encuentros.

El campo gravitacional de un planeta gaseoso acarició su masa. Lentamente curvó su trayectoria y la empezó a atraer hacia él. No la iba a soltar.

Paulatinamente el calor la fue acobijando. Luego comenzó a ablandarla. Más tarde la incineró.

Nadie lo notó. Probablemente, ni ella misma.

Su paseo sin rumbo había terminado acaloradamente. Por cierto, de la misma forma que había comenzado.


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